Atanasio G. Saravia

1920-1959

Director de nuestra Academia desde septiembre de 1941 hasta 1959, cuando una grave enfermedad lo obligó a dejar el ejercicio de ese cargo, Atanasio G. Saravia conservó dicho título en forma vitalicia. Sus colegas académicos reconocieron así lo mucho que había realizado en favor de esta institución. Había nacido él en la ciudad de Durango en 1890. Su padre, el licenciado Enrique G. Saravia, no sólo poseía una importante biblioteca sino que también había reunido un conjunto de documentos que, como lo reconoció más tarde don Atanasio, despertaron en él su vocación por la historia y le facilitaron el camino para realizar sus propias investigaciones.

Tuve la buena suerte de conocer personalmente a don Atanasio, ya que fui en la Secundaria compañero de su hijo del mismo nombre. Recuerdo haber estado en más de una ocasión en su casa y lo oí hablar de temas históricos. Ajeno por entonces de que, con el paso de los años, me correspondería el sitial ocupado por 61 en esta Academia. Esto me dio el honor de hacer su elogio al pronunciar el discurso de ingreso en esta corporación en 1969.

En junio de 1920, cuando Atanasio G. Saravia, apenas había cumplido treinta años, se reunió formalmente con los primeros miembros de número de esta institución. Buenas razones tuvieron ellos para traerlo a su corpora- ción. El joven duranguense había dado muestras de un serio interés por la historia. Cuando, seguramente con emocionada satisfacción, presentó su discurso en la Academia, dio a conocer la temática a la cual pensaba consagrar sus esfuerzos. A su juicio era necesario intentar una revaloración crítica de lo que habían significado, como etapa formativa, los tres siglos virreinales.

Había llegado el momento en que, superadas las antiguas fobias, al igual que se emprendían serias investigaciones sobre el pasado indígena, se atendiera también al otro antecedente de nuestro ser histórico: la implantación y asimilación en México de la cultura hispana. Y dentro del campo de la historia de la Nueva España estaba el capítulo, que mucho lo atraía, de la extraordinaria epopeya que fue la penetración y colonización en las provincias norteñas.

Numerosos fueron los artículos que escribió para diversas revistas especializadas y de divulgación. Pero la producción más importante de Saravia quedó en sus libros. En 1920 había publicado en la ciudad de Durango una monografía sobre Los misioneros muertos en el norte de la Nueva España. Era éste un trabajo de síntesis en el cual, tras de destacar la importancia de la institución misionera en las regiones septentrionales de México, incluyó estudios biográficos de los principales varones que, en medio de las tareas de la evangelización, allí habían perdido la vida.

Fruto maduro de su dedicación fue la obra que, con modestia, tituló Apuntes para la historia de la Nueva Vizcaya. Aparecida en tres volúmenes, el primero, que tuvo por tema la conquista y la ulterior expansión, fue publicado antes de 1940, sin indicación de fecha, por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia. En 1941, el segundo tomo vino a ser la más completa monografía de la ciudad de Durango, desde su fundación en 1563 hasta 1921. Quince años más tarde, en 1956, apareció la tercera parte sobre las sublevaciones indígenas en el ámbito de la Nueva Vizcaya durante la época colonial.

Además de esta obra rica en información, don Atanasio se fijó en la historia de la Revolución Mexicana. Nos dejó así un libro que intituló ¡Viva Madero! en el que consignó sus recuerdos personales y señaló la urgencia de los cambios requeridos en el ser social y económico del país. A él se debe que, desde 1942, comenzaran a publicarse las Memorias, como órgano de esta Academia y que en 1952 se dotara a la misma de una sede propia que es la que actualmente tiene.

Hombre práctico, que bien conocía el mundo de las finanzas, sabía también cuáles eran los requerimientos de una asociación de historiadores. Obtuvo del gobierno de México el terreno para el edificio de la Academia. Y gestionó que el Banco Nacional de México hiciera donación de la hermosa fachada de los tiempos virreinales, de una casa derribada en el centro de la ciudad. Esa fachada pudo reconstruirse y es la que luce actualmente nuestra Academia. Su recuerdo ha quedado unido así para siempre a esta institución. Don Atanasio, hombre generoso, partió de este mundo el 11 de mayo de 1959.

Miguel León-Portilla.