Fernando Ocaranza Carmona

1949-1965

Aunque nació en la ciudad de México en 1876, tuvo escuela provinciana. Estudió en el Instituto Científico y Literario de Toluca. Sus títulos de médico y de mayor M ejército los obtuvo en la Escuela Nacional de Medicina y en el Hospital Militar. Fue director del lazareto de Churubusco. Prestó sus servicios en la campaña contra los yaquis y en los hospitales para milites de Jalapa y México. Retirado del ejército se dio de alta como político en Guaymas, Sonora. En lo más recio de la lucha revolucionaria, hacia 1915, se encuentra en pleno ejercicio de la cirugía en la Cruz Roja y en el Hospital General en la capital de la República donde también enseña fisiología, biología y clínica.

En la segunda parte de su trayectoria, a partir de 1916, abanderó un movimiento de avanzada en la Facultad de Medicina. El doctor Ignacio Chávez recuerda que “desde su cátedra primero, y desde su sitial de director después, libró batallas para encauzar el pensamiento de los profesores y de los alumnos por el rumbo de la fisiología… Por obra de sus lecturas y sus meditaciones, se dio cuenta de que el signo de la medicina de su tiempo debía cambiar de rumbo”. De palabra y de obra combatió por sus convicciones. Durante quince años escribió apasionadamente, sobre materias médicas. Salieron uno tras otro tres libros fundamentales: Lecciones de biología general (1925), Fisiología general (1927) y Fisiología humana (1940).

En los años treinta sumó a sus habilidades la de historiador. Dirigía la Facultad de Medicina, cuando dio a las prensas Juárez y sus amigos (1930); dos series de Capítulos de la historia franciscana (1933-1934); Los franciscanos en las provincias internas de Sonora y Ostimuri (1933), y El imperial Colegio de Indios de Santa Cruz de Santiago Tlatelolco (1934). Mientras metía orden en la recién autonomizada Universidad Nacional de México, de la que fue rector de 1934 a 1938, puso en librerías sus Crónicas y relaciones del Occidente de México (1937-1939) y casi simultáneamente, las Crónicas de las provincias internas de la Nueva España (1939). En años verdaderamente difíciles, «de pasiones encrespadas y de luchas violentas» se dio tiempo para refugiarse por ratos en su diversión favorita: la historia, y en especial la historia ninguneada por la Revolución. Como es bien sabido, entonces era mal vista la Nueva España, el México oscuro. De la época de tinieblas, de la época colonial, sólo se ocuparían diligentes reaccionarios como don Manuel Romero de Terreros que se subtitulaba Marqués de San Francisco; don Atanasio Saravia, que entre otros defectos tenía el de ser director del Banco Nacional de México; don José López Portillo y Weber y don Fernando Ocaranza.

Como quiera, el doctor Ocaranza asume con gusto la egohistoria. En 1940 da a luz La novela de un médico, y en 1943, La tragedia de un rector. Desde los días de Carranza, los diarios y las revistas semanales dieron en prodigar relaciones breves de las virtudes y los servicios de los protagonistas de la Revolución escritas por ellos mismos. Quizá al frente del desfile del autobombo iba don Álvaro Obregón. Después se inscribieron en el desfile Pedro J. Almada, Miguel Alessio Robles, Salvador Alvarado, Alfredo Becerra, Federico Cervantes, Alfonso Cravioto, Genaro Fernández McGregor, Andrés Figueroa, Nemesio García Naranjo, Federico González Garza, Adolfo de la Huerta, Eduardo Iturbide, Pascual Ortiz Rubio, Alberto J. Pani, José Rubén Romero, Rodolfo Reyes, Rosendo Salazar, José Vasconcelos, etcétera. En el caso del Dr. Ocaranza aún sus peores enemigos reconocieron su rectitud, su honradez, su entrega al trabajo metódico, su asco por la riqueza y la política, su desdén a la plaza pública y el amor a su biblioteca y su laboratorio. Su larga y austera vida concluyó en 1965.

L. G. y G.