José Fuentes Mares

1974-1986

En 1919 “nací en el desierto, y el llano alimentó mi imaginación con las fantasías que pueblan sus vacíos infinitos” solía decir el chihuahuense José Fuentes Mares quien siguió los estudios elementales y secundarios en su tierra natal. Ya en México fue asiduo asistente a los cursos de don Antonio Caso. A principios de los cuarenta la Universidad Autónoma de México le otorgó tres grados académicos: la licenciatura en Derecho y la maestría y el doctorado en Filosofía. Antes de cumplir los veinticinco años de edad, ya circulaban dos libros suyos: Gabino Barreda (1942) y Ley, sociedad y política (1943). En plena juventud fue maestro distinguido de la Facultad de Filosofía y Letras. Cierra su época filosófica con su libro sobre Kant y la evolución de la conciencia sociopolítica moderna (1946).

Desde 1947 fue a recorrer mundo, a viajar por varios países. En 1948 estuvo de profesor huésped en las universidades Internacional de Santander e Hispanoamericana de Sevilla. En 1949 publica México en la hispanidad, su primer trabajo de crítica histórica. Cuando ya eran públicos sus enredos con Clío, va de investigador a los Archivos Nacionales de Washington. Desde 1950 es un indiscutible avocado de la investigación histórica. A poco andar disfruta de una beca de la Fundación Rockefeller y publica un libro acerca del primer embajador estadunidense en México. Poinsett, historia de una gran intriga les cayó a los miembros de una secta como patada en las partes nobles del cuerpo humano. Ya en el carril de la historia política y biográfica dio a luz “Y México se refugió en el desierto”, biografía de don Luis Terrazas, político chihuahuense, fundador del imperio ganadero más grande del mundo. En 1956 se vendió como pan caliente “Santa Anna: aurora y ocaso de un comediante”, tan cálido, lúcido y polémico como los dedicados a Poinsett y Terrazas.

En la plenitud de su fama como historiador prueba fortuna como literato. Saca a luz dos novelas: Cadenas de soledad (1958) y Servidumbre (1960). Por el mismo tiempo le da la espalda a la ojerosa capital de la República y se va a vivir con su eficaz compañera capitalina, doña Emma, a los desiertos de Chihuahua donde funge como profesor de Derecho, director de la Facultad de Leyes y rector de la Universidad.

Sobre la base de una vasta y valiosa documentación, distraída de numerosos archivos y bibliotecas de México y los Estados Unidos recrea la etapa del país que corre de 1861 a 1872 en una tetralogía célebre: Juárez y los Estados Unidos (1960); Juárez y la intervención (1962); Juárez y el Imperio (1963), y Juárez y la República. “Tampoco podía faltar el gusanillo del teatro”. En 1967 estrena La Emperatriz; en 1968, La joven Antígona se va a la guerra, y en 1969, divierte al público “con una farsa antipatriótica” referente a Su Alteza Serenísima. Tampoco podía faltar la invención del personaje histórico: Las memorias de Blas Pavón (1966) que narran las peripecias de México en el siglo XIX, y La Revolución Mexicana, memorias de un espectador (1971).
En el último de sus retiros, en su casa de pilares-Majalca se entregó a la biografía. Le puso Biografía de una nación (1984) a la historia individualizada de México que arranca de Cortés. En el último año de su vida escribe: “Si escribí Santa Anna, el hombre; Miramón, el hombre, y Cortés, el hombre, ¿por qué? no ahora este libro sobre el hombre que soy yo mismo?” Esto es Intravagario, aparecido el año de su muerte, en 1986.

Estuvo lejos de ser un hombre dogmático, de practicar los fanatismos religioso y patriótico. Ni la fe católica ni el patriotismo mexicano son resortes importantes de su actividad como historiador. Fue poco sensible a las glorias de la Gran Tenochtitlan. Según lo dijo, llevo en lo más profundo del alma el ideal ecuménico de la hispanidad. Fuentes fue un perfecto, que no ortodoxo, amante de su patria. Su amor a la patria es de la estirpe de Justo Sierra y Edmundo O’ gorman. Alguna vez dijo: “Yo amo a México porque no me gusta”. Fue un hombre contradictorio: tuvo que bailar con una nación que le parecía fea. Era moreno pero tomó el partido de los blancos. Pese a su norteña y a su metrópoli fobia aceptó ocupar uno de los sillones metropolitanos, el número 8 de la Academia Mexicana de la Historia. Cuando la leucemia lo mataba, escribió: “Tan moreno como soy, y con tanto glóbulo blanco en la sangre”.

Luis González y González.