Victoriano Salado Álvarez

1930-1931

Originario del pueblo de Teocaltiche, en los altos jaliscienses, Victoriano Salado Álvarez inició su educación en su pueblo y la prosiguió en Guadalajara donde se graduó como abogado en 1890. Sus dos primeros libros, que fueron leídos con interés y le dieron fama, los publicó en Guadalajara. El primero, De mi cosecha (1899), es una colección de estudios críticos en la que se recoge la polémica que sostuvo Salado Álvarez con Jesús E. Valenzuela y Amado Nervo, es decir con la famosa Revista Moderna. Don Victoriano defendía la tradición nacionalista frente a las innovaciones y refinamientos de los modernistas.

Dos años más tarde publicó una colección de cuentos, De autos (1901), con prólogo muy encomiástico y agudo de su paisano, José López Portillo y Rojas. Al lado de La guerra de tres años, de Emilio Rabasa, y de algunas estampas de «Micros», De autos cuenta entre las obras narrativas más logradas de aquellos años, por la gracia de su estilo por la templanza de su humor y por la rara lucidez de su composición literaria.

Desde 1900 se avecindó en la ciudad de México, donde escribió para los periódicos y revistas, dio clases de lengua castellana en la Preparatoria y fue diputado y senador. Perteneció a la Academia Mexicana de la Lengua, de la que fue secretario, y a la Academia Mexicana de la Historia. En 1907 ingresó en el servicio diplomático como secretario de la Embajada en Washington. En 1911 fue designado subsecretario de Relaciones, y estuvo al frente de la cancillería mexicana. Era ministro en Brasil en 1915 cuando perdió su cargo, por haber sido considerado adversario de la Revolución Mexicana. Entre 1915 y 1931 escribió millares de artículos para Excelsior y El Universal, de la ciudad de México, y para periódicos de provincia. De esa enorme producción se han rescatado de la “fosa común” -como él la llamaba dos colecciones de temas de historia mexicana, Rocalla de historia (1956) y de filología Minucias del lenguaje (1957).

Antes de salir al extranjero, el editor español Santiago Ballescá -editor de México a través de los siglos y México: su evolución social, los dos grandes testamentos culturales del porfiriato, encargó a Salado Álvarez la redacción de una serie histórico-novelesca acerca del período 1851 a 1867, llamada Episodios nacionales mexicanos. Se dividió en dos secciones, De Santa Anna a la Reforma, la primera, y La intervención y el imperio, la segunda. Aparecieron por primera vez, bien editadas, la primera, en tres volúmenes en 1902, y en cuatro, la segunda, al año siguiente (1903-1906).

Los Episodios nacionales de Salado Álvarez son una de las obras maestras de la novela histórica y una de las empresas más ambiciosas de nuestra novelística. Su característica más saliente es su discreto equilibrio entre la información histórica y la ficción novelesca.

La historia está presentada un poco al sesgo, como incidentalmente, y sólo en ciertos episodios se la expone directamente. A pesar de la rapidez y el apremio con que los escribió, pues debió componerlos en dos años, y en no menos de cinco mil cuartillas, su autor no se dejó vencer por perezas y siempre encontró para cada episodio la perspectiva más adecuada a la intención.

La última gran empresa literaria de don Victoriano serían sus Memorias. Cuando contaba ya sesenta y dos años y sólo viviría dos más, comenzó a escribirlas y publicarlas, dentro del aluvión de escritos periodísticos de los últimos años. De allí fueron rescatadas en 1946, 2 vols. para formar una de las autobiografías mexicanas más sabrosas y ricas, que sólo superan las que, años más tarde, escribió José Vasconcelos.

Salado Álvarez compuso sus Memorias en dos partes. Tiempo viejo llamó al período que va desde su progenie y su nacimiento hasta el fin del siglo. Y Tiempo nuevo al que va de 1901 a 1910, es decir, al fin del propio tiempo del autor, el porfiriato. Las páginas de estas Memorias tienen esa soltura y riqueza de asuntos y de matices que sólo se ganan cuando, además de haber tenido una vida rica en experiencias, se ha convertido en carne propia una larga frecuentación con el arte y la cultura, se ha ejercitado largamente la pluma y se tiene un don natural para la narración. Había llegado don Victoriano a aquel temple de los años en que uno se sorprende de la pasión que antes se puso en cosas que luego se olvidan y parecen nimias. Y acaso por ello volvía los ojos a hombres y hechos del pasado con una memoria bullente y cordial pero sin que sus heridas o sus diferencias le impidan la visión serena. Quedaban aparte, por supuesto, la Revolución y sus actores, que serían su bestia negra, los destructores de lo que había sido «su mundo». El sería, pues, voluntariamente, un hombre del «tiempo viejo», pero también el que supo darnos una crónica espléndida de aquellos años de vida mexicana.

José Luis Martínez